domingo, 26 de junio de 2011

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Martha, ese día llegó tarde. La casa oscura le ofendió. –ni una luz de cortesía-, reaccionó. Trastes sucios, la sala convertida en tiradero. Nada de cenar. – Estos no me esperan-. Martha estaba dolorosamente cansada, aunque una lucecita le esperanzaba. -Miguel me trata bien, es atento y serio. Tiene un rostro sereno y firme, no parece pensar porquería- pensó mientras tapaba a sus hijas y despegaba una paleta de dulce abandonada en una almohada.
Al entrar a la recámara, descubrió en la penumbra a Antonio, un marido pasado de peso, que poseía una triste cabeza que podía pensar diez porquerías sucesivas, emocionarse legítimamente del futból y pasarse las tardes viendo videos musicales imbéciles. Martha se sentó en la cama para contemplar dos cosas: el rostro desencajado de su marido y el proceso de su decepción matrimonial. Protegida absolutamente por su discurrir autoprotector, se detuvo a pasear su mirada por ese rostro que alguna vez la perturbó por su sobriedad. Ahora era un cuajo, totalmente suelto. El cansancio impidió que Martha buscara la cámara para sacarle una foto, no para que ella lo recordara, sino para que él viera el deprimente espectáculo doméstico que ella tenía que soportar con ese rostro de boca abierta, que roncaba y que estaba desposeído hoy, sobre todo hoy, de algún punto en donde detenerse a sentir algo agradable. Martha estaba asqueada y para acentuar su sensación acercó su nariz a la boca abierta de Antonio para oler y darle la razón de lo que pensaba. Sí, este hombre ya había pasado el límite del desagrado, ahora conoció la repugnancia. Decidió acostarse en el sillón de la sala. El sueño la sepultó hasta que las voces de las niñas la despertaron. Apenas podía ver y, al estirarse y bostezar ampliamente, descubrió en el otro sillón la Antonio, sentado con su café. Martha percibió que tenía un buen rato contemplándola dormida. Ella le preguntó con la voz ronca: ¿qué? Él respondió: -nada, ¿por?-

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