jueves, 23 de junio de 2011

101

Me topé, entre ruinas de cimiento de industria que la selva había vuelto a ganar, ante una especie de contenedor de agua puerca; un tapanco la cubría casi al ras de tierra. Observé. No era agua puerca. Algo peculiar sucedía. El tapanco que protegía el líquido estaba cuidadosa y manualmente elaborado para ocultar un caldo viscoso, café.
Ahí, de pie, con el lodo hasta el pecho estaba un hombre viejo desnudo que había sido mi terapeuta, se llamaba Eugenio. Estaba callado, esperando en paz, sin percibirme, algo que sucedió inmediatamente. Se hundió.
Me acerqué al lodo para sacarlo. Metí brazos y rostro para buscarlo en la consistencia irregular del lodo que en el fondo era mucho más espeso. Alcanzaba a ver huesos, algunos petrificados y otros en descomposición, armaduras. El terapeuta ya no estaba, se había disuelto. Saqué osamentas hediondas a orgánico a cocción lenta de cuerpos.
Poco a poco me daba cuenta que estaba frente a procesos misteriosos, libres de explicación. Mis pies se estaban mojando. Descubrí que el océano estaba a un lado y la marea subía. No, en realidad, mansa y lentamente el agua de mar inundaba la pileta de caldo humano para llevarse la solución de los cuerpos. El terapeuta, entonces, se incorporaba, ya disuelto, al mar. Estaba en un lugar en donde ocurrían funciones elementales, ocultas a los demás y yo era un afortunado testigo del retorno del terapeuta al océano de lo inconsciente. Lo sabía. El sueño había presentado una revelación y podía, ahora, estar tranquilo. El poder de lo originario me había otorgado la oportunidad de obtener mi conciencia a través de sus facultades. Un poco de ese líquido ya estaba en mi cráneo y ahora era mi turno de vivir el resto de mi vida con esa agua que me faltaba. Desperté y me ahogué en mi llanto.

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