domingo, 5 de junio de 2011

96

Me tengo que recostar en la cama. Piernas plegadas. Manos metidas en los muslos. La cabeza abandonada al cojín. Escucho. Mi mujer tecleando su computadora, el guisado de espinacas en caldillo de jitomate en hervor lento. Una de mis hijas grabando un video de la barbi sirena que le cambia el color del pelo con agua caliente. La otra, no sé. Las escucho porque no puedo hacer otra cosa. Todos los demás aparatos de la casa están apagados: televisor, radios, otras computadoras y reproductores. No quiero escuchar nada más que el ruido doméstico. Unos trastes de cocina son lavados en otro departamento. Espero la sopa mientas mi ansiedad se dispara en su maldita guerra. Las energías de mi parentela se confrontan dentro de mí. Yo no hago nada. Puedo sentir la batalla en mi vientre y el ascenso de su refriega pasa por mi garganta, gira en la parte trasera de mi cráneo, se voluta en los oídos y se detiene a efervescer en mis encías. Estoy echado sobre un tiradero de ganchos de ropa, una bata de baño húmeda, una diadema de plástico con adornos de reina y un cinturón. Me tranquiliza el tiradero. Hierven los aceites ansiosos en mi cuerpo y tengo miedo de nada en medio de esta paz doméstica. Tengo que esperar a que se resuelva la pugna. No puedo interceder. Mi cuerpo es un vehículo para esa clase de violencias ajenas a mis voluntades. Imagino a los millones de ansiosos sirviendo de recipientes para las guerras emocionales, para la producción de verdades, para los desocultamientos del espíritu, para las músicas, para la regeneración de los ocultamientos. No me quejo más de mi ansiedad y sé que se le pueden poner todos los nombres a sus intervenciones. Estoy invadido. Mi cuerpo está también hecho para esas vibraciones. Soy una canción y me resigno. Sé que la ansiedad concluirá y que saldré en la mañanita, en nombre de la especie humana a disfrutar del camino de la casa a la oficina y a detenerme en una banca para gozar de que no tengo prisa de nada.

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