miércoles, 19 de enero de 2011

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Y puede ser la imagen de cualquier día. Un hombre se deja desesperar por su hija que está empecinada en hacerlo rabiar. El hombre deja con cuidado el plato que está lavando, toma a su hija, la gira y le aplica tres duras nalgadas. La niña se asusta del padre que la golpea y obedece la orden: irse a la recámara. Poco después sale y abraza al padre. La madre observa. El hombre ya tiene una roca en el vientre. Culpa y arrepentimiento. Imagina que varios hombres le propinan a él una golpiza como castigo. Al ir a la escuela la niña le toma ambas manos amorosamente. Parece que el padre le dio un alivio y él se ganó un peso amargo el resto del día. Y el rostro asustado de su hija permanece en su memoria. Podría ser lo de cualquier día.

Pero no, no lo es. El hombre se encarga de ello y resuelve: La familia tiene que percutir y ella existe realmente fuera de las imágenes virtuales. Ese centro, el hogar, es donde las mentes se dirimen, se definen las fronteras territoriales, se reeditan fantasmas que luego se legitimarán como frustraciones, promesas no suscritas y contratos vitalicios y hasta castraciones consentidas. Las personas adoptarán pieles ajenas y deseos de insatisfacción permanente que irán más allá de cualquier placer. Incluso se conformará el carácter y las perversiones, los delitos sin castigo, se pergeñarán enfermedades de superficie que terminarán en suicidio asistido.
No, no es cualquier día, acá en este otro hogar, es el día del refrendo en donde hay peculiaridades y singularidades, vértigo y apariciones en el propio cuerpo; el día que hay que recordar como el día donde se depositaron los mojones y se concluyó un tramo más del enredo de su hija con su padre y con su madre que observaba; sin saber la mujer que estaba presenciando un nuevo despliegue de las inteligencias en contextos muy reducidos que se reconocían, por fin, en revelaciones de una creatividad nativa de la justicia.

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