miércoles, 16 de febrero de 2011

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Nadie vive una vida equivocada. Observo con atención y estupor que la gente hace lo que tiene que hacer. Todo en ellos es macizo: cada uno de sus actos, cada uno de sus objetos, cada uno de sus conocimientos. Nadie duda de sí, nadie tiene alguna clase de titubeo importante, salvo los de su anclaje. Se es y ya. Yo ando por entre estas variedades de la verdad con la sensación de que no hago lo que quiero porque no sé que es lo que quiero. De querer, querer, no de querer porque uno tiene que querer, como eso del deseo, el ser reconocido o de andar imaginando muertes, no eso no. Querer, querer. Esa mi molestia es continua, recurrente, aunque con ella como que puedo ver mejor. La duda me permite observar mejor, me pone a testificar. Soy un testigo. Mi incomodidad es saber que tengo testimonios de lo que es verdad, visible y patente, aunque no sé que pueda hacer con los testimonios, será cosa de la especie, no sé, algo debe andar acumulando a mi través. Esa inquietud me inmoviliza, testifico demasiado. Me detengo en una esquina del centro y ahí estoy testificando todos los rostros y vestuarios y formas de defenderse de la desaparición y la irrelevancia. Aunque no se me quita eso de estar viviendo una vida equivocada porque testifico mucho y no sé que hacer con eso. Envidio a los demás que tienen la certeza de hallarse por el camino correcto.

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