Sesenta y seis.
Me sacó de la casa por ver pornografía. Traté de explicarle pero ella vomitó del coraje. Me fui unos tres días a un hotel y vi cuanto quise. Al cuarto día se me ocurrió que podría escribirle para explicarle porqué veía porno. Traté de hacerle una argumentación medio inteligente y creíble, pero se me escurrió, la verdad me salió un buen texto pero no era indicado para mi mujer porque fue un elogio a la pornografía y sus posibilidades y el amor que le tenía a las almas asesinadas que exhibían sus esfínteres como si el mismísimo padre las observara; total, la cosa ahí quedó. No pude arribar al tono de perdón que tal vez era lo que ella necesitaba. Finalmente me buscó y me propuso un acuerdo: vería pornografía fuera de casa, toda la que quisiera pero no ahí. Al año tuvimos un hijo. Yo seguí viendo porno a mis anchas y ella le llamaba a nuestro hijo papito. Ver porno fuera de casa le quitó suelo y sal. El hecho que ella no entendiera mi afición le quitó su chiste. Nuestro hijo funcionó como un dispositivo de lo no dicho entre nosotros y ahora al ver porno no obtengo satisfacciones puntuales. Tengo la sensación de que aún no puedo medir la trampa en la que caí y mi mujer anda con una cara extraña, como si pudiera saber que se encuentra cerca del riesgo de ser saciada.
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