lunes, 27 de septiembre de 2010

sesenta y siete

67.-

Sacudes la mesa del comedor. Aceitas cada mueble con meticulosidad, con paciencia, sin revelarte que ese acto tiene su sentido profundo y no es una ocurrencia. Te sientas y tomas una silla. Al untar la amabilidad del aceite caes en un estado de concentración, te vas. El tener la silla invertida descubre aspectos de intimidad, acumulaciones y adherencias, como si tuvieras una ligera corporalidad a tu disposición y pudieras hurgar con facilidad la impudicia extrema de sus recovecos, sus culos, sus arrugas, sus detalles molestos, callosidades, colores y texturas cargadas de humanidad y olor, un toque de obscenidad cansada. Y por supuesto esa mugre que te da la certeza de tu mortalidad, que algo oscuro acabará por imponerse a pesar de las fotos, las paredes, las camas tendidas llenas de luz y confianza. Y, sí, una cosa lleva a la otra y resientes el nudo en la garganta, esa tensión maciza y tristona, esas primicias de vejez que de tanto recorrer circuitos domésticos segregan verdades. O tal vez de revelaciones como un dispositivo de que el mundo se puede invertir para verle sus culos y sus miserias. Es un desocultamiento. Entonces, entonces, sobreviene y sabes que estás atrapado en la fábula psíquica del otro, y aquí, fuera, en la vida doméstica hay un ambiente de renuncia. Alguien ha renunciado más a su vida que el otro, en estos casos el otro es el cónyuge o un hijo, que se yo, y que no ha valido la pena la cesión de uno hacia el otro porque la fábula del otro siempre es más demandante, exige un avance diario, siempre se encuentra en una desesperación de insatisfacción y esta es una guerrita de insatisfacciones en donde el campo de batalla tiene una deformidad monstruosa que precisamente es visible y real cuando se da una inversión, una inversión de lo visible. Por eso tantas cosas se ponen a la vista, como que todo equilibrio acaba por ser insoportable y alguien necesariamente tiene que deponer su agujero en bien del otro, del otro agujero.
Entonces tu mujer, súbitamente, te grita –están pasando los aviones del desfile de independenciaaa-. La silla, entonces, una vez limpia vuelve a su lugar y la casa presenta su superficie otra vez.

viernes, 24 de septiembre de 2010

66

Sesenta y seis.

Me sacó de la casa por ver pornografía. Traté de explicarle pero ella vomitó del coraje. Me fui unos tres días a un hotel y vi cuanto quise. Al cuarto día se me ocurrió que podría escribirle para explicarle porqué veía porno. Traté de hacerle una argumentación medio inteligente y creíble, pero se me escurrió, la verdad me salió un buen texto pero no era indicado para mi mujer porque fue un elogio a la pornografía y sus posibilidades y el amor que le tenía a las almas asesinadas que exhibían sus esfínteres como si el mismísimo padre las observara; total, la cosa ahí quedó. No pude arribar al tono de perdón que tal vez era lo que ella necesitaba. Finalmente me buscó y me propuso un acuerdo: vería pornografía fuera de casa, toda la que quisiera pero no ahí. Al año tuvimos un hijo. Yo seguí viendo porno a mis anchas y ella le llamaba a nuestro hijo papito. Ver porno fuera de casa le quitó suelo y sal. El hecho que ella no entendiera mi afición le quitó su chiste. Nuestro hijo funcionó como un dispositivo de lo no dicho entre nosotros y ahora al ver porno no obtengo satisfacciones puntuales. Tengo la sensación de que aún no puedo medir la trampa en la que caí y mi mujer anda con una cara extraña, como si pudiera saber que se encuentra cerca del riesgo de ser saciada.

viernes, 17 de septiembre de 2010

sesentaicinco

El conflicto fue en el desayuno. Al oír el ruido de los aviones, salieron varios corriendo hacia la azotea y se encontraron a vecinos en pijamas sucias y despeinados con restos de desayunos emanando de sus bocas, entre tinacos, cacas de perro y antenas de la televisión de paga.

Ahí estaba la vecina con el marido. Apenas recordaba que nos habíamos besuqueado entre los pasillos cuando todos estaban gritando sus vivas a los héroes que nos dieron patria. Pero eso no importaba sino el problema de mi papá que parecía importarle a él. La amenaza estaba ahí y por la cara de mi padre parecía todo resuelto pero no, había recibido un aviso como si nada la cosa, como si andar en esas fuera su hábito. Mi madre estaba tensa, preocupada por lo suyo, no sabía nada de nada y yo la percibía con molestias sexuales, como si su territorio estuviera amenazado y caliente. Finalmente los aviones nos sacaron de nuestros trazos internos y al salir en estampida mi hermana, que estaba en gana de pelea, la abrió por la alharaca de los niños que gritaban en su carrera hacia la azotea. –No mamen, son aviones, no mamen dijo mi hermana acomodándose su sucio tirante del sostén-. Mi padre vio la oportunidad de sacar su ansiedad y la paró en seco. -No, no mames tú, marianita, no mames tú-, la apretura de los labios fue suficiente para que mi hermana pasara de la soberbia al recato. –Si no estás a gusto carga con tu hijo y salte de aquí, no podemos ponernos a tu tono, ya no hija-, concluyó mi padre. Nadie escuchó y yo los oí cuando vi subir a la vecina en sus pantaloncillos aguados que parecía haberse estado rascando una comezón mientras dormía. Me dio asco y ella en sus lentes negros se escondió.

Pero ese no era el conflicto, eran los aviones, sus despliegues ordenados en el cielo, el ruido que se encimaba al día festivo, como otra amenaza que luce sus poderes de máquina sobre nosotros; era la gente señalando hacia arriba con sorpresa por ver a las formaciones militares, a la disciplina viva y ruidosa sobre nuestras casas. Yo la viví así como una ruptura de mi tranquilidad y de mi monotonía familiar. Algo se fracturó en mi cabeza con esos dibujos aéreos, con ese espectáculo geométrico de los militares sobre nosotros los civiles. Y no hacían movimientos de presunción pero todo ello me llevó más allá de la intimidación y conocí un aspecto de un desastre, una suerte de imposición, ahí materializada en el cielo, de una tensión mental que, ahí, se manifestó; una revelación de un algo desagradablemente complejo que me desbordaba. Supe que la suma de imágenes, la conjugación de la ansiedad de la casa con la del cielo militarizado, detonó ese malestar que me formó en la fila de la parentela.