La ropa recién planchada está en la silla grande. Hay que verla un buen rato. Esta imagen tranquiliza y ordena. Acabo de hacer una composición. Ahí quiero enseñar mi desorden que duele. En algún momento me asusté. La composición estaba demasiada desorganizada, demasiado tensa e intencionadamente despedazada. Quise mostrar la desesperación que implica estar en donde se tiene que estar: la luz artificial, los límites de las paredes, la tarea de los niños, la solidez desmedida e inexplicable del techo. Mi cabeza está rígida como si fuera ella la responsable de tensar las relaciones de esta casa. Pero no, mejor no. Por eso busqué una imagen de tranquilidad. La ropa recién planchada, cuidadosamente doblada y apilada por colores y tamaños sobre la silla grande. Mi mujer vio una parte de una película angustiante y eso me puso nervioso de más. Un matemático, la implacable álgebra familiar, la residual vida sexual y al final una enfermedad que parecía la solución de una fórmula matemática, es decir, igual a cero.
Entre esa película, la composición, la percepción de las tensiones arquitectónicas de la casa, la tardenoche densa, me ataranté. Recargué mi cabeza a escondidas de mi esposa sobre la olorosa y tibia ropa planchada a dejarme un momento así para mi solaz.
Entre esa película, la composición, la percepción de las tensiones arquitectónicas de la casa, la tardenoche densa, me ataranté. Recargué mi cabeza a escondidas de mi esposa sobre la olorosa y tibia ropa planchada a dejarme un momento así para mi solaz.
Más, más por fa.
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