domingo, 31 de octubre de 2010

Sesenta y ocho.

Sesenta y ocho.


Podría habérselo dicho pero preferí la mañana sin pleito. ¿Para qué respirar esta lluvia fina y fría con el estómago envarado de coraje? ¿Cómo andar en esta fotografía blanco y negro de la ciudad nublada con un entripado? Mejor así. Yo no soy el que le daré la vuelta a su tortilla. Es cosa de él. No quiero ser yo el que le descubra su cotidianeidad hecha de taras y cedazos. Él tiene que ver cómo esto que vive es su circuito mental hecho de la necesidad de estar seguro. Y qué decirle de las figuras que hace con la ruta del dinero, de su higiene bizarra, de su entramado mal diseñado para pasar por invisible, de sus mascaradas y duelos en sus relaciones amorosas. Dejémosle así, el día es estupendo para caminar bajo la lluvia minúscula e incesante, excelente para las fotos, para tomarse cuatro descafeinados. Inmejorable. Dejemos mejor así a mi hijo, que disfrute como yo de su miopía, el sentido que puede darle a las cosas y a su reflujo, sus achaques, sus pláticas laberínticas que no llegan a un centro. Mejor lo dejo pasar. Siempre quise un padre como yo.